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Desmitificando el Síndrome del Impostor: Más Allá de las Etiquetas

Sobre las etiquetas que no dicen nada

La psicología, al igual que todo, también tiene sus modas. Hace unas décadas fue la dislexia, después el TDAH (trastorno por déficit de atención con hiperactividad), el TEA (trastornos del espectro autista), el PAS (persona altamente sensible). Sin entrar ahora a valorar crítica ni clínicamente lo que hay tras todas estas tendencias diagnósticas, vamos a hablar de una en concreto. 

A menudo nos llegan personas que, tras visualizar unos (pocos o muchos) vídeos en redes sociales, piden cita por su preocupación al sentirse identificadas con algunas etiquetas diagnósticas. Una de las que está de moda últimamente -y la que ahora nos concierne- es el síndrome del impostor. 

Imaginemos que, en un manual diagnóstico usado en medicina, una de las etiquetas nosológicas fuese ‘ser humano’. Cuando un diagnóstico sirve para todos, no tiene ningún tipo de valor clínico. Lo mismo ocurre cuando se usa para demostrar una normalidad. Pensemos, entonces, en aquellas personas que tienen los órganos internos en posición invertida, con el corazón a la derecha. La etiqueta de dextrocardia tiene, en esos casos, un gran valor clínico porque marca la anormalidad y permitiría diagnosticar un infarto o una apendicitis y con ello salvar vidas, pero sería absurdo ir diagnosticando al resto de la población con un nuevo término inventado como senestrocardia puesto que sería una palabra hueca al no dar ninguna información ya que así somos la aplastante mayoría.

«Ser o parecer. That is the question»

De la misma manera que todo el mundo tiene una careta (un rol) para cada faceta de la vida y no se comporta igual ante su abuela, junto a los amigos, frente a la policía o delante de los hijos, todo el mundo puede sentirse identificado con este supuesto diagnóstico porque, necesariamente, todo el mundo es un impostor en sí mismo. Cada quien sabe que hay cosas que no sabe, para las que no vale, por las que ha sido rechazado, por las que no termina de confiar en sí mismo… Sin embargo, las suele ocultar.

En el fondo, todos somos impostores en nuestra propia vida porque conocemos, al menos en parte, las dos caras de la moneda que somos: la faceta íntima y la careta que mostramos socialmente. Cuanto mayor es el intento de parecer perfecto, de tener que responder a las expectativas que otros ponen en nosotros, de ser un héroe que gobierna su propia vida, de ser alguien que confía en sí al cien por cien…, mayor va a ser la distancia entre el ideal y la realidad y, con ello, mayor la sensación de que eres un engañador con la consecuente culpabilidad que trae. Así de simple. 

El trabajo clínico del psicólogo

Criticar el diagnóstico no significa negar el sufrimiento que sienten muchas personas quienes, por otra parte y gracias a dicha etiqueta, han podido pensar sobre lo que les pasa. Sin embargo, lo que hay que trabajar no es el supuesto síndrome sino el ideal que cada quien tiene porque produce culpa y dolor. 

El dichoso síndrome pone a la persona a trabajar para conseguir alcanzar la perfección, creyendo que así se librará de la autocrítica pero, como ideal, nunca se cumplirá ya que, cuanto más se acerque a su meta, más lejos se trasladará aquella (como el burro y la zanahoria). Así pues, quien comienza en esa dinámica, va metiéndose en una empresa imposible -con mala solución-, que cada vez exige más a la persona sin que llegue a un punto de detención porque nunca se saciará. Ahí está, pues, la trampa perfecta. Así que, el trabajo clínico para salir de ese sufrimiento, tendrá la dirección opuesta a lo que aparentemente podríamos sospechar: Intentar no vivir persiguiendo a toda costa el ideal, ayudar al paciente a integrar la realidad de lo que es, con sus vacíos, pero con menos culpa y dolor. 

El síndrome del impostor no existiría sin las redes sociales.

Pensemos un momento en las redes sociales, ese gran escaparate publicitario yoíco del que, cada vez más personas, toman gran parte de la información que llega a sus vidas. O recapacitemos sobre los libros de psicología, esos que antes buscaban la transmisión de un saber profundo y delimitado a estudiosos y especialistas pero que ahora se han convertido en publicaciones populares que hablan de los mismos temas que aparecen en internet, con la triste desvirtuación que se precisa cometer sobre una disciplina para hacerla de alcance popular. La supuesta democratización del saber no ha conseguido multiplicarlo sino reducirlo y debilitarlo para ser entendido.

Tengamos en cuenta que, cuando se habla de salud mental en las redes sociales, no siempre se habla desde un interés social sino buscando el impacto, la publicidad y el número de visualizaciones en gran parte de las ocasiones. Las redes sociales se llenan de contenidos elaborados a la carta según las tendencias de búsqueda de la población en un determinado periodo de tiempo, por lo que es fácil toparse con esos contenidos. Este post intenta -como el caballo regalado a los troyanos- aparecer como un contenido más entre tanta broza para hablar del síndrome del impostor desde otra perspectiva. Ojalá llegue a aquellos que se han sentido identificados bajo ese rótulo diagnóstico.

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